domingo, 4 de septiembre de 2016

Déjà vu


Dos años y medio después de llegar a Finlandia desde una comarca latinoamericana,  Eva decide invertir una hora diaria en el aprendizaje del idioma local.
Hoy tiene su clase privada con Riikka, maestra de idiomas en la Universidad de Helsinki.
Durante la noche cayó una nevada ligera, cosa usual en enero.
Eva sale de su departamento —localizado en una unidad habitacional de cuatro edificios localizada en Kivenlahti—, cierra la puerta con llave, consulta su celular y se entera de que la temperatura es de dos grados sobre cero, aunque los últimos días ha estado a menos cinco. Oprime el botón del elevador —vive en el octavo piso del edificio— y mientras lo espera abre en su teléfono la aplicación que contiene el itinerario de autobuses correspondiente a la parada de Aalto.
El programa funciona con lentitud hoy.
El elevador llega. Eva entra, oprime sin apenas pensarlo el botón correspondiente a la planta baja y clava su atención en la pantallita del Nokia 920 que por fin le muestra varias paradas cercanas. «Porquería de aplicación», piensa. «La versión anterior funcionaba mejor; yo no sé qué se figuran los diseñadores con estas supuestas mejoras. Ahora no sé cuál de estas opciones es la mía. Y este mapita no es nada práctico. Mmm, a ver si esta es mi parada... Líneas 150, 65, 12… ¡No, no es la mía! Ha de ser esta otra… ¡ Me lleva Pifas, tampoco es! No me quedará más remedio que esperar hasta que llegue el autobús, a la hora que sea. Ojalá que esté en la parada la señora que hace pasteles y que vive en el edificio C. Si no está, le hablaré por teléfono para preguntarle sobre su marido enfermo y para encargarle un pastel. Sorprenderé a mi maestra la próxima vez con esa golosina. Y bien, programita de morondanga, ¿acabarás por informarme sobre los itinerarios o … ? ¡Ah, caray! ¿Cómo llegué aquí?»
Eva se encuentra frente al lugar donde los vecinos depositan la basura, camino hacia la calle donde piensa tomar el autobús. Pero no tiene conciencia en absoluto de haber llegado a la planta baja en el elevador, ni de haber abierto la puerta de este, ni de haber caminado por el pasillo del edificio hacia la puerta, ni de haberla abierto para salir, ni de haber caminado por la rampa cuesta arriba para tomar la vereda y la escaleras hacia la parada del autobús. ¡Y ese pasillo habrá estado repleto de cuanta cosa necesita el personal para efectuar los trabajos de renovación mayor de cañerías y cableado eléctrico que se están efectuando en el edificio!
La perplejidad la congela unos segundos. «Pero si estaba en el elevador y de repente estoy a cien metros, frente al basurero, sin darme cuenta. ¿Qué pasó ? ¿Cómo llegué? ¿Qué cosa me trajo aquí?»
Sin tener respuesta al rompecabezas y acuciada ya por las prisas, cierra su celular, lo guarda en la bolsa exterior de su abrigo, estudia los charcos de aguanieve que se interponen entre ella y las escaleras, elige el que le parece menos grande, se impulsa un poco y da un saltito para caer del otro lado con la pierna derecha. Bajo el aguanieve hay una fina capa de hielo y las botas tienen suelas antiderrapantes, pero eso no impide que Eva resbale hacia las escaleras. Trastabilla y manotea tratando de equilibrarse. En un momento dado se da cuenta de que la caída es inevitable y trata de rotar el cuerpo para  amortiguar el golpe. La orilla de la escalera produce un resbalón extra que nulifica la rotación contemplada. Eva vuela de espaldas sin control —sin saber que en dos segundos se romperá la base del cráneo en el filo del segundo escalón y que pasará del miedo a la nada prácticamente sin dolor— y va cayendo, manoteando, cayendo, cayendo…

Y al llegar a la planta baja, el elevador se sacude un poco frente a ella. Eva entra y de repente tiene una premonición incierta. Alguien ha desgarrado un poco el papel protector que los trabajadores encargados de la renovación del edificio han colocado sobre el espejo que hay en una de la paredes del elevador y en él se refleja su imagen con el ceño fruncido; la muchacha se domina: cierra el lento celular, recompone su imagen, realinea las cejas y abre la puerta.
Agachado, atento a los cables de un tablero eléctrico, uno de los ingenieros se afana en colocar cada uno en su sitio.
«Hei», le dice Eva, a manera de saludo, para practicar sus habilidades con la lengua vernácula.
Sabe que en Finlandia eso significa «¡Hola! ¿Cómo está usted? ¡Tanto tiempo sin verlo! ¿Qué le parece el tiempo últimamente? ¿No es triste tanta oscuridad en invierno? ¿Qué razón me da de su familia?»
«Aquí, pasándola, señorita, no puedo quejarme; el tiempo sigue igual, ¿no es cierto? Solo la familia va creciendo», es lo que el electricista le responde, en impecable finlandés, con otro simple: «Hei».
Eva se despide y lo deja a sus labores, y sabiendo cómo se dice en estas latitudes «¡Caramba, fue todo un gusto verlo! Espero que siga usted tan risueño y feliz como siempre; le encargo que salude a la familia de mi parte, ¡y adiós, que le vaya bien!», se atreve a ejercitar su finlandés y le dice: «Hei hei».
Para llegar del elevador a la puerta del edificio Eva sortea equipo, material, tubos de metal y rollos de papel que han dejado por todas partes los trabajadores y toma nota mental para quejarse al respecto con Kari, el jefe de los ingenieros. «¡Se ve horrible el pasillo!»
Ya afuera, advierte que siguen desnudos los abedules y que todo está anegado de aguanieve; saca de nuevo el celular a fin de verificar si la aplicación de las paradas funciona mejor al aire libre, pero se encuentra con la señora Miélonen y no puede corroborar el dato.
—Hei —le dice, en tono afable— ¿Cómo sigue su marido? ¿Ya salió del «estado de imbecilidad», como usted lo llama, al que lo llevó el Rosuvastatín?
—Hei, ¿cómo estás hija? No, fíjate que sigue muy distraído. Pero su colesterol está bien. Ahora no sé si tiene demencia por viejo o si solo le falla la memoria. Lee y lee el mismo libro y se muere de risa como cualquier chamaco. Es una especie de historia del mundo de un tal Barnes. Pero lo lee como si nunca lo hubiera hecho y ya lleva cuatro veces.
—Entonces está en paz y ahorra dinero: puede divertirse con un solo libro.
—Y como lo veo, ¡con un capítulo tiene para rato! Es uno donde una bola de comejenes carcomen las patas de una silla; luego se sienta un alto personaje de la iglesia que, claro, se cae y queda loco.
— ¡Qué barbaridad! Espero que hayan excomulgado a esos animálculos. Bueno, señora, aquí me despido; voy a la parada del autobús. ¡Hei hei!
— ¡Hei hei!
Entonces Eva activa el celular y toma la bifurcación a la derecha. Al pasar frente a la puerta del depósito de basura vuelve a verse asaltada por el difuso presentimiento que la asaltó en el elevador. Le resulta incómodo no poder delinearlo. «Esto puede ser un simple caso de dejà vu; inútil esforzarse por encontrar la causa» se dice a sí misma. «Ya lo pensaré después. Por ahora, hay que sortear este charco».

Cierra entonces su celular, lo guarda en la bolsa exterior de su abrigo, estudia los charcos de aguanieve que se interponen entre ella y las escaleras, elige el que le parece menos grande, se impulsa un poco y da un saltito…

Revelación efímera


De cabeza hacia el vertiginoso cemento desde el decimonoveno piso, el joven muchacho tiene una súbita epifanía que le revela por qué se desenganchó de la suya la mano de la chica que propuso el pacto suicida, y se da cuenta de que esta será la última de sus mentiras. Su grito adolorido se despedaza en jirones de silencio al final de su duro destino.

sábado, 3 de septiembre de 2016

La otra yo

La otra yo

«Yo creo que ya no lo quiero», era la frase que venía a la cabeza de Zoila de manera recurrente y que algunas veces recibía con indiferencia y que, otras, desataba una gama de emociones: desde la lástima hasta el odio. Y es que todo parecía recordarle la decadencia de su amor por Paco; como el papel tapiz, por ejemplo, que la hizo escribir una analogía entre las similitudes del amor de pareja y el papel tapiz del estudio donde se encerraba por horas para no tener que mirarle la cara y para mirar la pantalla de su computadora con la esperanza de que un día llegara el esperado chisguete de inspiración que le iba a dictar esa novela que, estaba segura, vivía en su cabeza y que solamente era cuestión de liberar.

            «El pobre Paco es como este papel tapiz», pensó y escribió:

El día que lo vi, no pude dejar de pensar en que debía tenerlo; cuánto sonreía pensando cómo me iba a iluminar los días verlo cada mañana, con su claridad, tan lleno de vida, tan como hecho para mí, tan a mi medida. Y qué felicidad el día que por fin lo tuve en casa, lo sentí con mis manos apenas a través de un roce, lo quise tocar con mi cara. Estaba en lo cierto; era apenas algo pequeño, un cambio que quizás otros ni notarían, pero que para mí era un toque de luz e inspiración, tan ridículamente hermoso. Hasta el día que, de tanto mirarlo, le noté los defectillos, los que siempre estuvieron ahí pero que deliberadamente ignoré enfocándome en otra parte, ¿para qué fijarse en los detalles? Enfocarme en el todo era lo mejor. Pero los defectos al principio casi imperceptibles se magnificaron; claro que así fue, siempre es así; hasta que se descarapeló, se le cayeron pedacitos y se hizo abominable a la vista mi papel tapiz que tanto iluminó el estudio. Y así pasó con Paco y su piel lechosa. ¿En qué endemoniado momento pensé que eso era atractivo? ¿Y sus dientes separados? La forma en que se ajusta los anteojos con el dedo índice, ¡uf! Realmente también Paco se descarapeló y mirarlo me resulta insoportable.

            Dejó las notas sobre su escritorio, salió del estudio decorado con ese horrible papel tapiz de flores escandalosas y se sentó en el sillón de piel donde vino a acompañarla Félix, su gato. Lo acarició y lo miró con lástima pensando que él sí que quería mucho a Paco. «Una de las razones para no tomarme la molestia de dejarlo, supongo», pensó en voz alta y se quedó ponderando por qué dejarlo sería como arrancar el papel tapiz: un inconveniente. En primer lugar, pensó, no iba a alcanzar el dinero; la vida como escritora no le había traído aún el éxito, y Paco con su trabajo de oficinista era quien pagaba la renta, la comida y sus sueños de ser una autora reconocida. En segundo lugar, ¡cuánto trabajo! Mudarse con todas sus cosas, ¿en dónde las iba a poner? Y además, pensó, resignada, arrancar algo así, que está tan arraigado, seguro no es trabajo fácil; capaz que hasta se me rompen las uñas. Pues no, concluyó, habrá que dejarlo ahí, quizás un día se pudra y se caiga solo, y yo, tranquila: sin astillas en las uñas.

            Paco llegó y besó a Zoila como todas las tardes, a las 5:30 en punto. «¿Cómo estás, mi reina? ¿Te vinieron a visitar las musas hoy?», preguntó, con la ternura natural que le surgía al hablar.
—¿Otra vez me estas recriminando, Paco? ¡Déjame en paz! Ser escritora no es como ser un mediocre funcionario. Lo que yo hago requiere de todo mi ser y no de seguir una rutina todos los días.
—No te molestes, amor; ya sabes que sólo te pregunto porque me gusta mucho escuchar tus ideas y cómo les das vida.
—Pues gracias por preguntar; ya me jodiste la tarde.
—Mmm, ¿se arreglará todo si pedimos comida china?
—Ándale, gástate el poco sueldo que tienes en comida china en vez de comprar cosas importantes, como un nuevo papel tapiz; mira que ese es una porquería; está podrido. Igual que mi vida.
—Bueno, no pedimos comida china, ahora hago algo.

            La tarde terminó con Zoila bufando y atormentada por el dolor de cabeza causado por no usar sus lentes de aumento, pero ella se lo atribuyó a Paco y a no poder dejarlo, y pensó de nuevo: «Yo creo que ya no lo quiero», y se quedó dormida, sollozando.

            A media noche se levantó a beber agua; las lágrimas deshidratan. Entró al cuarto de baño, se miró en el espejo y pensó que no merecía sufrir así, porque de todos modos «Yo creo que ya no lo quiero», se repitió.

            Al volver a la cama vio a otra mujer en su lugar, el lado izquierdo, y sintió un inesperado ataque de celos. Era otra, pero era la misma; ella misma; se reconoció en su camisón de floreado de seda, con los rizos alborotados, dormida plácidamente al lado de Paco, que hasta dormido sonreía con sus cachetes rosados de salud. Intentó acercarse para sacar a la intrusa conocida, pero sintió los pies pesados, como si fueran de metal y estuvieran pegados a un gran imán. Se sintió impotente por no poder llegar a jalarle los pelos alborotados a esa cualquiera acostada junto a Paco. Quiso gritar, pero aunque abría la boca y sentía que gritaba, no emitía sonido; quería hacer movimientos frenéticos, pero no se movía ni un centímetro; luego miró a la otra Zoila abrir los ojos, mirarla traviesa y reírse en silencio de ella; la otra le hizo un guiño y se dio la vuelta para abrazar a Paco como no lo había abrazado en mucho tiempo: sus brazos largos abarcaron su barriga redonda; y él respondió volteándose hacia a ella para acariciar su pelo y la besó con esa ternura tan única de él.

          Zoila se quedó mirando aún incapaz de moverse; sintió lágrimas gruesas rodar por su cara y concluyó, «Yo creo que sí lo quiero».

Yesmith Sánchez
3 de Septiembre de 2016

Helsinki

domingo, 3 de abril de 2016

Muerte por desamor

A veces uno está sentado en espera del metro cuando una idea viene a la cabeza, esta es la que me vino a mí.

****

En su cabeza, el recuerdo de aquel sábado soleado muchos años atrás, cuando después de un café se hicieron sin razón una promesa: no ser como sus respectivos padres, ser amados y amantes hasta final de sus días.

- Pues -hizo una pausa tratando de postergar lo inevitable, inclinó la cabeza un poco hacia la derecha como siempre que descubría algo irremediable- que dios te acompañe -dijo finalmente con voz baja y luego continuó: "esto se acaba como lo prometimos, porque la muerte nos separa, lo que no esperaba era que sería el desamor el que nos iría a causar la muerte en vida".

YS, 29.03.16
Helsinki
Estación de metro "Steissi" dirección hacia Ruoholahti.


lunes, 21 de marzo de 2016

Querida Sofía. Un texto viejo, una vieja carta de amor, una licencia sombría de la imaginación, un experimento con gaseosa.

Querida Sofía:
Ojalá estuvieras muerta.
No ha habido un solo día en el que el ver como entrabas por la puerta de casa no fuera motivo de fiesta. El pisito en Munkkiniemi perdía esas aristas que envilecen cuadrangularmente las habitaciones, las perdía para redondear nuestro cobijo, para hacerse nido de sudor y abrazos. Las paredes adquirían ese color robado de las violetas, y la estancia del salón –y el resto de estancias- se impregnaba con ese olor  feromonal tan nuestro –¿lo sentías?-, que nos hacía bailar y follar y cocinar como si el mundo hubiera apagado las luces remilgosas que atenazan a las vidas vulgares. Llegabas y yo sonreía feliz.
Recuerdo aquel día en que me quisiste por primera vez. Y aún vuelvo a quererte cada día emulando en mi conciencia tus brazos sobre mis hombros y aquella cadencia de tu cuerpo sobre el mío; y sí, aún enfermo,  me encuentro siempre con un rincón del día en el que te pienso con las pocas fuerzas que me quedan.
He llorado pérdidas y he sonreído al verte a mi lado mientras me decías que llorara para luego volver a reír contigo. Me enfadé hasta arrojar bilis por mi boca, y te dije lo que nunca debería haber dicho, y sé que fue duro escuchar como yo –quien más, y más desesperadamente, te ama- lanzaba todo el odio que el mundo conoce sobre ti: la mujer que me lava, la mujer que me arropa, la mujer que me quiere en la fealdad de esta enfermedad que me apaga un poco más cada día; cada hora. Te pido perdón por aquello: mi estupidez más inquietante.
Recuerdo tus dedos sobre el piano de los míos. Me hacías sentir que mis manos eran alma y que era desdichado por no haberte conocido antes.
Pero ahora el tiempo se marcha. Esta madrugada he visto a la amarga sombra, que me quería visitar dormido y me he hecho el despierto para conseguir el tiempo necesario para escribir esta carta. Hace apenas una hora, intenté recordarte en un rincón de este cuarto y me vi ridículamente semidesnudo sin poder más que pensar en ti pero sin pensarte, sin alcanzar placer alguno. Ahora sé que esa sombra volverá muy pronto. Ya se murió el placer contigo, ya me muero yo con él.
Amanece y yo estoy aún escribiendo con la torpeza del que arranca palabras de un corazón moribundo. Escribo para ti, y cada letra escupida es un episodio de gozo contigo; una arcada de placer.

Hoy y ahora sé que me muero. Ojalá estuvieras muerta para venir conmigo.

David Gambarte 
Helsinki
en algún momento del 2010

sábado, 12 de marzo de 2016

Experimento

Estos versos son el resultado de un experimento, con unos dados y un gran amor como inspiración.

Lo que pasa aquí
Es que no me gusta la poesía
Pero yo por ti
Con gotas de miel escribiría

Pasa el tiempo fugaz como un rayo
Yo lo quiero detener
Para que no te vayas nunca
Que no llegue el amanecer

Hoy que tengo el poder te construyo el mundo
Hoy que yo soy tu mundo
Me persigues incansable
Me tocas más que la piel

Te escribo desde este mundo que te construyo
O que me construyes
En el que ya no existo
Sin tus pasos junto a los míos

No se qué esperar de la vida
En medio de sus dramas y mareas
Pero tú me la alegras
Con cada sueño del que soy vela

Te amo sin descanso
Y no quiero descansar
Quiero tener los ojos
Para ver tus sueños realidad

YS, 11.03.16

jueves, 10 de marzo de 2016

La mala raza

La mala raza.

La primera vez que Juan Valverde soñó con vacas se acordó de su abuelo. Las visiones bovinas eran cada vez más frecuentes y, a menudo, tan absurdas como las que su abuelo le contara durante su infancia. Cómo se había reído Juanito cuando su abuelo le había contado el sueño en el que una vaca charlatana corría delante de él y trepaba por un árbol. ”Pero yayo...-le decía el niño- que los encierros son al revés y las vacas no hablan ni tienen garras para subir por las ramas”. Y nieto y abuelo se reían a carcajadas durante un buen rato mientras tomaban la fresca, quedando en el primero la duda de si su abuelo se burlaba de él o si de verdad soñaba esas cosas tan raras.
Recordaba Juan esas tardes con ternura; sentados en las tumbonas aprovechando la brisa nocturna, no tan fresca como se hace llamar, pero brisa, al menos, y consuelo tras un día achicharrante de verano. En alguna de aquellas, pasaba por su calle Merceditas la Trotabarrios con algún recado de su atareada madre que era viuda y sin tierras que arrendar, por lo que le tocaba trabajar el doble que a cualquier otra mujer del pueblo. ”Mira qué escuerzo- le indicaba su abuelo con un codazo- esa chavala tiene tal hechura que cabe de sobra por un caño de tu pantalón. Mala raza...-decía con una entonación misteriosa y un chasquido de lengua- Aunque comiera no le aprovecharía el cuerpo”. Entonces, Juanito miraba a la pobre Merche que aún en pleno verano era pálida cuan pared de yeso y pensaba ”Pues la seño en clase dice que es muy hacendosa” pero callaba para no contradecir a su abuelo.
Ahora a Juan se le escapaba una lágrima recordando a Mercedes y lo corta que había sido la niñez de la chica. A pesar de ser enfermiza y haber andado siempre a base de jarabes por una bronquitis crónica que no la dejó crecer durante años, había tenido que ayudar a su madre en todo. Que no era poco teniendo en cuenta que vivían con un abuelo parapléjico que no contaba chascarrillos como el suyo porque la pequeña de las Trotabarrios ni siquiera le había conocido el timbre de la voz. ”Un viejo como de trapo -decía el abuelo de Juanito- mala raza la de esa familia, con las personas pasa como con el ganado; de padres débiles nacen hijos sin vigor”.
Pasaban las noches y, si Juan conseguía pegar ojo en la butaca de su cuarto, soñaba con vacas. En un sueño, había una vaca muy flaca que le quería mucho y le seguía por las calles del pueblo. Y aparecían unos lobos hambrientos al doblar la esquina y se lanzaban directos a morder los flancos del famélico animal que mugía con una tristeza desoladora emulando un sonido casi humano similar a una negación: ”NOOO NOOO”. Y él pedía auxilio golpeando a todas las puertas pero nadie acudía a ayudar a la vaca. Tras despertar y pasar el susto, cayó en la cuenta de que aquella era la primera vez que una vaca hablaba en sus sueños y vinieron a su memoria más relatos de vacas soñadas por viejos del pueblo de hacía muchos años. Al salir de la escuela, Juanito siempre pasaba por los bancos de la plaza donde los jubilados se sentaban al sol o a la sombra dependiendo de la estación. Se acordaba del primo de su abuelo, Anastasio, al que todos llamaban el del Cogollo no se sabía muy bien porqué. Anastasio también tenía mucha gracia para contar sus sueños que, para no variar, casi siempre trataban sobre vacas y le gustaba representar a la vaca saltarina, con la que soñaba recurrentemente, saltando con una agilidad que muchos jóvenes quisieran para sí. ”Ahí va... Que te empitono” Decía el del Cogollo impersonando a la res de la que aseguraba ser capaz de alcanzar el balcón del Ayuntamiento en sus mejores brincos.
Juanito disfrutaba mucho de la compañía de los mayores que le regalaban chucherías y enseñaban toda su sabiduría. Las historias vacunas de los viejos le parecían más interesantes que las del maestro porque le resultaban más cercanas y graciosas, por eso solía quedarse con ellos a la salida de la escuela . Una tarde pasaron por la plaza agarradas del brazo las Trotabarrios, madre e hija, enlutadas de arriba a abajo porque acababa de fallecer el abuelo discapacitado y, a pesar de que todo el mundo creía que se les había quitado una carga de encima, las mujeres plañían a diario y los surcos del llanto habían hecho mella en sus cadavéricos rostros despertando las miradas de los viejos parlanchines. ”Pobre madre y pobre niña, están desconsoladas- había dicho Anastasio con compasión” ”Más les vale así, sin el viejo de trapo que no les servía más que para desgastarlas más de lo que ya están de por sí. Qué feas, qué canijas, la mala raza del difunto...”. Juanito había pensado que Merceditas no era tan fea ni tan canija como decía su abuelo, de hecho, había crecido mucho en el último curso y ya casi le llegaba hasta el hombro. Claro que él era un buen mozo y, como decía orgulloso su abuelo:”de raza le viene al galgo”. La Merche tenía un cierto encanto en la languidez de su cara, un algo especial en sus ojos febriles enmarcados en color violeta, cierto atractivo de damisela en apuros que atrapó al chico desde su pubertad y cautivó por siempre. Pero no se atrevió a decir nada en favor de la muchacha que le gustaba, además los otros viejos ya habían mandado callar a su abuelo por respeto al muerto.

Entre recuerdos y ensoñaciones, llegó la noche fatídica en la que Juan soñó por última vez sentado en aquella butaca. Al lado, quedaba el lecho donde había nacido su primogénito días antes y en el que la mujer a la que amaba iba a morir. Una vaca furiosa le embistió y él despertó en el momento que el asta le atravesaba las tripas. Bendita la onírica vaca que le permitió despedirse de su querida Merche segundos antes de que expirara su último aliento. ”Cuida del niño- le dijo amablemente con una sonrisa tan dulce que dotó de una belleza casi inverosímil a su inminente cadáver- será fuerte y sanote como su padre”.
Después del entierro las vecinas entregaron el enclenque bebé a su padre cuyo pensamiento, al mirarlo por primera vez, no pudo sino evocar dos palabras: ”Mala raza”.


                        

lunes, 1 de febrero de 2016

Dormida

Dormida

El mal de su generación era la depresión. Todos vivían con demasiada prisa, corriendo de aquí para allá, queriendo ser libres y queriendo tenerlo todo. En su generación no era permitido mostrarse infeliz, pero se veía con sospecha al que no estaba insatisfecho, al que le bastaba con lo que tenía porque entonces era un mediocre que no aspiraba a más. Sentarse a tomar el fresco era una frase que ni se conocía, los días estaban llenos, repletos de cosas que todos tenían que hacer para publicarlo en las redes sociales.  En su generación se exigía la tolerancia hasta el grado de ser intolerante con quienes no lo eran. Viajar, tomar fotos, comer, festejar, estar acompañado aunque se estuviera solo, trabajar, hacer ejercicio, leer las noticias, mirarse bien, lo más que se pudiera debía caber en un solo día.

El día que Leonor se quedó dormida pensaron varios a su alrededor con un dejo amargura en la sonrisa torcida, “¡infeliz! no resistió el paso, quiso hacer demasiado pero no era capaz, el ‘éxito’ no es para todos”. El doctor dijo que era agotamiento extremo, los otros levantaron los hombros, suspiraron y se volvieron a subir a la rueda de la fortuna de la vida.

Leonor abrió los ojos pero los rayitos de sol demasiado brillantes la confundieron, observó con los ojos aún adormilados colores e imágenes demasiado borrosas para reconocerlas, trató de alcanzar un vaso de agua que no estaba pero sus brazos encadenados por sondas se lo impidieron. Se mojó los
labios con la lengua, volvió a cerrar los ojos y creyó escuchar decir a los intrusos de su cuarto, “depresión por agotamiento ni más ni menos… pobrecilla”. Depresión, agotamiento, pobrecilla… ¡ja! Sonrió por dentro y se dijo a mi misma:

- si supieran que tan solo me decidí a cerrar los ojos porque no me daba la gana seguir la farsa de la vida, si supieran que lo de dormir fue una decisión que ya me venía pensando, si supieran que lo que yo quiero es dormir porque me gusta soñar.

Yesmith Sánchez
Helsinki
9.8.13

And a free translation into English, corrections welcome!

Asleep

Her generation’s disease was depression. Everybody  lived their lives in much of a hurry, running from here to there, wanting to be free, wanting to have it all. In her generation it was not allowed to show yourself unhappy, but that one who was happy was seen in suspicion, for being content with what he had because it meant he was a mediocre who didn’t hope for a better life. To sit under a shade to take fresh air was something unknown, every day was full, oh! so full of things to do to later be published in one of the social networks. In her generation, tolerance was demanded to such degree, that people were intolerant to those who they believed were intolerant. To travel, to make photos, to celebrate, to be with somebody even if you were deeply alone, to work, to go to the gym, to read the news, to look good, everything had to fit in one single day.

The day when Leonor fell asleep, those around her thought with a bitter and crooked smile, “stupid! She couldn’t cope with the pace, she wanted to do a lot but she was not capable of, ‘success’ is not for everybody”. The doctor’s diagnosis was ‘exhaustion”, and when others heard it, they shrugged, sighed and went back and rode the wheel of fortune called life.

Leonor opened her eyes but the sunlight was too bright and it confused her, she observed with her still sleepy eyes colors and images that were too blurry to be recognized, she tried to reach an imaginary glass of water but her arms were in chains of tubes injecting her different stuff. She tried to wet her lips with her also dry tongue, she closed her eyes again and overheard some intruders in her room: “depression… due to exhaustion, nothing else… poor thing.” Depression, exhaustion, poor her… ha! She smiled inside and told to herself:

- If they only knew that I decided to close my eyes because I didn’t want to continue living the lie of
life, if they only knew that sleeping was a choice and that I have been thinking about it for long, if they only knew that all I want is to sleep because the one thing I enjoy is to dream.

.

EJERCICIO DE SILENCIO


Algunas veces me pregunto
                                          por
             el
  
         
      silencio






Y éste no es más que un silbido calmo,
el respirar dominante,
un recuerdo ralentizado,
el vientecillo de la libertad del verano,
el amor sencillo,
un abrazo largo,
el darte la mano
en


silencio



David Gambarte
Helsinki, 1.2.2016

sábado, 9 de enero de 2016

Rarezas

Hoy, en Ventana al Sur, les conté que mi primer cuento lo escribí en Finlandia, embarazada de Luna y decidí compartirlo. Espero que lo disfruten. YS


Rarezas
Qué raro se ve todo desde aquí, y qué extraño ese yo que no soy yo, sino un cuerpo vacío que algunos curiosean y otros mejor no, porque si lo miran entonces se vuelve real… estoy tratando de hacer ejercicio de memoria y estoy tratando de saltar desde aquí, desde el lugar raro en que estoy para ver si caigo en “mi cuerpo” y así lo puedo levantar de ahí donde está tirado indignamente y en dónde está causando algo entre lástima y asco… me choca ver como lo miran por encima del hombro y más me molesta que haya corriendo sangre por ahí porque al fin de cuentas ya sé que soy yo quien la va a limpiar… ¿O será que al menos de esta me salvo?
         Pues ya me voy acordando, eran las 5.37 de la mañana cuando me subí al metro como hago todos los días para iniciar mi primer turno de trabajo, así que eso no era raro… tampoco era raro que en la línea 4 en dirección de sur a norte vinieran bravucones adolescentes que seguramente venían de alguna fiesta clandestina en la que se les hizo tarde y no tuvieron más remedio que tomar el primer metro… es más, ni siquiera era raro que intentaran provocarme… ese era mi pan de cada día, el de escuchar que alguien me gritara «¡brownie, go home!»; eso y hasta recibir un escupitajo de vez en cuando es tan de rutina que yo lo tomaba como parte del día a día…
         Pero había algo que sí había sido raro: Amanda había llorado toda la noche y su mamá no conseguía consolarla, y cuando iba yo, se me lanzaba al cuello como si no hubiera un mañana; yo intenté consolarla hasta que nos quedamos los dos dormidos en el piso, ella de cansancio por llorar y yo de cansancio acumulado de dos empleos y de desmañanarme todos los días… también un poco raro fue que me desperté y aunque sabía que era un poco tarde me movía lentamente y con mucha paz…
         Y ya me acuerdo de lo que pasó después. Al subirme al metro, en el mismo último vagón en el que me subo todos los días, me recargué en el vidrio y cerré los ojos esperando soñar sin dormir pero yo sentía que había tanto ruido que ni los pensamientos lograba escucharme, tanto ruido que cuando los bravucones esos me empezaron a tirar la bronca yo no me di cuenta de inmediato que era conmigo la cosa… pero cuando me di, me puse el gorro de mi sudadera en señal de paz… pero las señales de paz de mi parte fueron tomadas como un insulto por ellos, y empezaron a agredirme aún más… los otros trabajadores madrugadores que iban en el vagón miraban de reojo lo que pasaba pero fingían seguir inmersos en sus libros o subían el volumen en su i-pod para no ser partícipes involuntarios de la situación… cuando me empezaron a agarrar a tirones pensé que también era raro que alguien fornido como yo fuera tan indefenso ante esos mocozuelos que en todo caso estaban pecando de impertinentes… pero ni tan raro… no eran machos, pero eran muchos…
         Así que de las invitaciones suyas de que volviera a «mi casa», fueron a los insultos, y luego a los tirones, y cuando me di cuenta ya todos me tenían en el piso a las patadas… la suerte era que la voz del metro anunciaba mi destino y que yo estaba justo a tiempo para empezar a trabajar, salí a gatas del vagón ayudado por los puntapiés en el trasero por parte de los mocozuelos. Ya afuera, los que esperaban el metro en la otra dirección miraban también de reojo y también fingían que no era nada fuera de lo convencional lo que estaba sucediendo, los más débiles de carácter palidecieron cuando vieron las navajas salir de los bolsillos de los chiquillos, pero aun así se limitaron a mirar el piso y a caminar de un lado para otro como si eso fuera a acortar su espera por el metro que los llevaría lejos de la responsabilidad de tener que ver esa escena…
         Después de ver el brillo de las navajas sentí cómo algo calientito me corría por la panza pero aunque podía sentir que era tibia la sensación, seguía teniendo frío, y me estaba dando más por cada segundo que pasaba, después del primer piquetón vinieron muchos porque el difícil es el primero, pero ya entrados en gastos, ya no hay forma de detenerse… no atiné más que a recordar cuando matábamos puercos para las fiestas del pueblo, y en el trabajo que me costaba atravesar el cuero… así supe que nuestro cuero y el de los puercos es distinto… qué raro venir a enterarse así… entre ruido y pisoteado por zapatos de los chiquillos corriendo en un estado de éxtasis por haberse hecho «hombres de cuidado» ahí mismo en el pasillo del metro…
         Me dieron pena ellos, me dieron pena los testigos por cobardes y me di pena yo porque yo también quería irme a casa pero algo me decía que esta vez no iba a ser así… «brownie, go home» dicen ellos, «I want to go home», digo yo… ¿Y Amanda? ¿Ella sabía? Qué bueno que me abrazó como si no hubiera mañana, qué bueno que me quedé dormido con ella en mis brazos, y qué bueno, qué bueno que no me está viendo ahora… tirado aquí, causando algo entre lástima y asco…


YS –Helsinki, 14-Dic-2011-