domingo, 4 de septiembre de 2016

Déjà vu


Dos años y medio después de llegar a Finlandia desde una comarca latinoamericana,  Eva decide invertir una hora diaria en el aprendizaje del idioma local.
Hoy tiene su clase privada con Riikka, maestra de idiomas en la Universidad de Helsinki.
Durante la noche cayó una nevada ligera, cosa usual en enero.
Eva sale de su departamento —localizado en una unidad habitacional de cuatro edificios localizada en Kivenlahti—, cierra la puerta con llave, consulta su celular y se entera de que la temperatura es de dos grados sobre cero, aunque los últimos días ha estado a menos cinco. Oprime el botón del elevador —vive en el octavo piso del edificio— y mientras lo espera abre en su teléfono la aplicación que contiene el itinerario de autobuses correspondiente a la parada de Aalto.
El programa funciona con lentitud hoy.
El elevador llega. Eva entra, oprime sin apenas pensarlo el botón correspondiente a la planta baja y clava su atención en la pantallita del Nokia 920 que por fin le muestra varias paradas cercanas. «Porquería de aplicación», piensa. «La versión anterior funcionaba mejor; yo no sé qué se figuran los diseñadores con estas supuestas mejoras. Ahora no sé cuál de estas opciones es la mía. Y este mapita no es nada práctico. Mmm, a ver si esta es mi parada... Líneas 150, 65, 12… ¡No, no es la mía! Ha de ser esta otra… ¡ Me lleva Pifas, tampoco es! No me quedará más remedio que esperar hasta que llegue el autobús, a la hora que sea. Ojalá que esté en la parada la señora que hace pasteles y que vive en el edificio C. Si no está, le hablaré por teléfono para preguntarle sobre su marido enfermo y para encargarle un pastel. Sorprenderé a mi maestra la próxima vez con esa golosina. Y bien, programita de morondanga, ¿acabarás por informarme sobre los itinerarios o … ? ¡Ah, caray! ¿Cómo llegué aquí?»
Eva se encuentra frente al lugar donde los vecinos depositan la basura, camino hacia la calle donde piensa tomar el autobús. Pero no tiene conciencia en absoluto de haber llegado a la planta baja en el elevador, ni de haber abierto la puerta de este, ni de haber caminado por el pasillo del edificio hacia la puerta, ni de haberla abierto para salir, ni de haber caminado por la rampa cuesta arriba para tomar la vereda y la escaleras hacia la parada del autobús. ¡Y ese pasillo habrá estado repleto de cuanta cosa necesita el personal para efectuar los trabajos de renovación mayor de cañerías y cableado eléctrico que se están efectuando en el edificio!
La perplejidad la congela unos segundos. «Pero si estaba en el elevador y de repente estoy a cien metros, frente al basurero, sin darme cuenta. ¿Qué pasó ? ¿Cómo llegué? ¿Qué cosa me trajo aquí?»
Sin tener respuesta al rompecabezas y acuciada ya por las prisas, cierra su celular, lo guarda en la bolsa exterior de su abrigo, estudia los charcos de aguanieve que se interponen entre ella y las escaleras, elige el que le parece menos grande, se impulsa un poco y da un saltito para caer del otro lado con la pierna derecha. Bajo el aguanieve hay una fina capa de hielo y las botas tienen suelas antiderrapantes, pero eso no impide que Eva resbale hacia las escaleras. Trastabilla y manotea tratando de equilibrarse. En un momento dado se da cuenta de que la caída es inevitable y trata de rotar el cuerpo para  amortiguar el golpe. La orilla de la escalera produce un resbalón extra que nulifica la rotación contemplada. Eva vuela de espaldas sin control —sin saber que en dos segundos se romperá la base del cráneo en el filo del segundo escalón y que pasará del miedo a la nada prácticamente sin dolor— y va cayendo, manoteando, cayendo, cayendo…

Y al llegar a la planta baja, el elevador se sacude un poco frente a ella. Eva entra y de repente tiene una premonición incierta. Alguien ha desgarrado un poco el papel protector que los trabajadores encargados de la renovación del edificio han colocado sobre el espejo que hay en una de la paredes del elevador y en él se refleja su imagen con el ceño fruncido; la muchacha se domina: cierra el lento celular, recompone su imagen, realinea las cejas y abre la puerta.
Agachado, atento a los cables de un tablero eléctrico, uno de los ingenieros se afana en colocar cada uno en su sitio.
«Hei», le dice Eva, a manera de saludo, para practicar sus habilidades con la lengua vernácula.
Sabe que en Finlandia eso significa «¡Hola! ¿Cómo está usted? ¡Tanto tiempo sin verlo! ¿Qué le parece el tiempo últimamente? ¿No es triste tanta oscuridad en invierno? ¿Qué razón me da de su familia?»
«Aquí, pasándola, señorita, no puedo quejarme; el tiempo sigue igual, ¿no es cierto? Solo la familia va creciendo», es lo que el electricista le responde, en impecable finlandés, con otro simple: «Hei».
Eva se despide y lo deja a sus labores, y sabiendo cómo se dice en estas latitudes «¡Caramba, fue todo un gusto verlo! Espero que siga usted tan risueño y feliz como siempre; le encargo que salude a la familia de mi parte, ¡y adiós, que le vaya bien!», se atreve a ejercitar su finlandés y le dice: «Hei hei».
Para llegar del elevador a la puerta del edificio Eva sortea equipo, material, tubos de metal y rollos de papel que han dejado por todas partes los trabajadores y toma nota mental para quejarse al respecto con Kari, el jefe de los ingenieros. «¡Se ve horrible el pasillo!»
Ya afuera, advierte que siguen desnudos los abedules y que todo está anegado de aguanieve; saca de nuevo el celular a fin de verificar si la aplicación de las paradas funciona mejor al aire libre, pero se encuentra con la señora Miélonen y no puede corroborar el dato.
—Hei —le dice, en tono afable— ¿Cómo sigue su marido? ¿Ya salió del «estado de imbecilidad», como usted lo llama, al que lo llevó el Rosuvastatín?
—Hei, ¿cómo estás hija? No, fíjate que sigue muy distraído. Pero su colesterol está bien. Ahora no sé si tiene demencia por viejo o si solo le falla la memoria. Lee y lee el mismo libro y se muere de risa como cualquier chamaco. Es una especie de historia del mundo de un tal Barnes. Pero lo lee como si nunca lo hubiera hecho y ya lleva cuatro veces.
—Entonces está en paz y ahorra dinero: puede divertirse con un solo libro.
—Y como lo veo, ¡con un capítulo tiene para rato! Es uno donde una bola de comejenes carcomen las patas de una silla; luego se sienta un alto personaje de la iglesia que, claro, se cae y queda loco.
— ¡Qué barbaridad! Espero que hayan excomulgado a esos animálculos. Bueno, señora, aquí me despido; voy a la parada del autobús. ¡Hei hei!
— ¡Hei hei!
Entonces Eva activa el celular y toma la bifurcación a la derecha. Al pasar frente a la puerta del depósito de basura vuelve a verse asaltada por el difuso presentimiento que la asaltó en el elevador. Le resulta incómodo no poder delinearlo. «Esto puede ser un simple caso de dejà vu; inútil esforzarse por encontrar la causa» se dice a sí misma. «Ya lo pensaré después. Por ahora, hay que sortear este charco».

Cierra entonces su celular, lo guarda en la bolsa exterior de su abrigo, estudia los charcos de aguanieve que se interponen entre ella y las escaleras, elige el que le parece menos grande, se impulsa un poco y da un saltito…

Revelación efímera


De cabeza hacia el vertiginoso cemento desde el decimonoveno piso, el joven muchacho tiene una súbita epifanía que le revela por qué se desenganchó de la suya la mano de la chica que propuso el pacto suicida, y se da cuenta de que esta será la última de sus mentiras. Su grito adolorido se despedaza en jirones de silencio al final de su duro destino.

sábado, 3 de septiembre de 2016

La otra yo

La otra yo

«Yo creo que ya no lo quiero», era la frase que venía a la cabeza de Zoila de manera recurrente y que algunas veces recibía con indiferencia y que, otras, desataba una gama de emociones: desde la lástima hasta el odio. Y es que todo parecía recordarle la decadencia de su amor por Paco; como el papel tapiz, por ejemplo, que la hizo escribir una analogía entre las similitudes del amor de pareja y el papel tapiz del estudio donde se encerraba por horas para no tener que mirarle la cara y para mirar la pantalla de su computadora con la esperanza de que un día llegara el esperado chisguete de inspiración que le iba a dictar esa novela que, estaba segura, vivía en su cabeza y que solamente era cuestión de liberar.

            «El pobre Paco es como este papel tapiz», pensó y escribió:

El día que lo vi, no pude dejar de pensar en que debía tenerlo; cuánto sonreía pensando cómo me iba a iluminar los días verlo cada mañana, con su claridad, tan lleno de vida, tan como hecho para mí, tan a mi medida. Y qué felicidad el día que por fin lo tuve en casa, lo sentí con mis manos apenas a través de un roce, lo quise tocar con mi cara. Estaba en lo cierto; era apenas algo pequeño, un cambio que quizás otros ni notarían, pero que para mí era un toque de luz e inspiración, tan ridículamente hermoso. Hasta el día que, de tanto mirarlo, le noté los defectillos, los que siempre estuvieron ahí pero que deliberadamente ignoré enfocándome en otra parte, ¿para qué fijarse en los detalles? Enfocarme en el todo era lo mejor. Pero los defectos al principio casi imperceptibles se magnificaron; claro que así fue, siempre es así; hasta que se descarapeló, se le cayeron pedacitos y se hizo abominable a la vista mi papel tapiz que tanto iluminó el estudio. Y así pasó con Paco y su piel lechosa. ¿En qué endemoniado momento pensé que eso era atractivo? ¿Y sus dientes separados? La forma en que se ajusta los anteojos con el dedo índice, ¡uf! Realmente también Paco se descarapeló y mirarlo me resulta insoportable.

            Dejó las notas sobre su escritorio, salió del estudio decorado con ese horrible papel tapiz de flores escandalosas y se sentó en el sillón de piel donde vino a acompañarla Félix, su gato. Lo acarició y lo miró con lástima pensando que él sí que quería mucho a Paco. «Una de las razones para no tomarme la molestia de dejarlo, supongo», pensó en voz alta y se quedó ponderando por qué dejarlo sería como arrancar el papel tapiz: un inconveniente. En primer lugar, pensó, no iba a alcanzar el dinero; la vida como escritora no le había traído aún el éxito, y Paco con su trabajo de oficinista era quien pagaba la renta, la comida y sus sueños de ser una autora reconocida. En segundo lugar, ¡cuánto trabajo! Mudarse con todas sus cosas, ¿en dónde las iba a poner? Y además, pensó, resignada, arrancar algo así, que está tan arraigado, seguro no es trabajo fácil; capaz que hasta se me rompen las uñas. Pues no, concluyó, habrá que dejarlo ahí, quizás un día se pudra y se caiga solo, y yo, tranquila: sin astillas en las uñas.

            Paco llegó y besó a Zoila como todas las tardes, a las 5:30 en punto. «¿Cómo estás, mi reina? ¿Te vinieron a visitar las musas hoy?», preguntó, con la ternura natural que le surgía al hablar.
—¿Otra vez me estas recriminando, Paco? ¡Déjame en paz! Ser escritora no es como ser un mediocre funcionario. Lo que yo hago requiere de todo mi ser y no de seguir una rutina todos los días.
—No te molestes, amor; ya sabes que sólo te pregunto porque me gusta mucho escuchar tus ideas y cómo les das vida.
—Pues gracias por preguntar; ya me jodiste la tarde.
—Mmm, ¿se arreglará todo si pedimos comida china?
—Ándale, gástate el poco sueldo que tienes en comida china en vez de comprar cosas importantes, como un nuevo papel tapiz; mira que ese es una porquería; está podrido. Igual que mi vida.
—Bueno, no pedimos comida china, ahora hago algo.

            La tarde terminó con Zoila bufando y atormentada por el dolor de cabeza causado por no usar sus lentes de aumento, pero ella se lo atribuyó a Paco y a no poder dejarlo, y pensó de nuevo: «Yo creo que ya no lo quiero», y se quedó dormida, sollozando.

            A media noche se levantó a beber agua; las lágrimas deshidratan. Entró al cuarto de baño, se miró en el espejo y pensó que no merecía sufrir así, porque de todos modos «Yo creo que ya no lo quiero», se repitió.

            Al volver a la cama vio a otra mujer en su lugar, el lado izquierdo, y sintió un inesperado ataque de celos. Era otra, pero era la misma; ella misma; se reconoció en su camisón de floreado de seda, con los rizos alborotados, dormida plácidamente al lado de Paco, que hasta dormido sonreía con sus cachetes rosados de salud. Intentó acercarse para sacar a la intrusa conocida, pero sintió los pies pesados, como si fueran de metal y estuvieran pegados a un gran imán. Se sintió impotente por no poder llegar a jalarle los pelos alborotados a esa cualquiera acostada junto a Paco. Quiso gritar, pero aunque abría la boca y sentía que gritaba, no emitía sonido; quería hacer movimientos frenéticos, pero no se movía ni un centímetro; luego miró a la otra Zoila abrir los ojos, mirarla traviesa y reírse en silencio de ella; la otra le hizo un guiño y se dio la vuelta para abrazar a Paco como no lo había abrazado en mucho tiempo: sus brazos largos abarcaron su barriga redonda; y él respondió volteándose hacia a ella para acariciar su pelo y la besó con esa ternura tan única de él.

          Zoila se quedó mirando aún incapaz de moverse; sintió lágrimas gruesas rodar por su cara y concluyó, «Yo creo que sí lo quiero».

Yesmith Sánchez
3 de Septiembre de 2016

Helsinki