La otra
yo
«Yo creo que ya no lo quiero», era la frase
que venía a la cabeza de Zoila de manera recurrente y que algunas veces recibía
con indiferencia y que, otras, desataba una gama de emociones: desde la lástima
hasta el odio. Y es que todo parecía recordarle la decadencia de su amor por
Paco; como el papel tapiz, por ejemplo, que la hizo escribir una analogía entre
las similitudes del amor de pareja y el papel tapiz del estudio donde se
encerraba por horas para no tener que mirarle la cara y para mirar la pantalla
de su computadora con la esperanza de que un día llegara el esperado chisguete
de inspiración que le iba a dictar esa novela que, estaba segura, vivía en su
cabeza y que solamente era cuestión de liberar.
«El
pobre Paco es como este papel tapiz», pensó y escribió:
El día que lo vi, no pude dejar de pensar en que debía tenerlo; cuánto
sonreía pensando cómo me iba a iluminar los días verlo cada mañana, con su
claridad, tan lleno de vida, tan como hecho para mí, tan a mi medida. Y qué
felicidad el día que por fin lo tuve en casa, lo sentí con mis manos apenas a
través de un roce, lo quise tocar con mi cara. Estaba en lo cierto; era apenas
algo pequeño, un cambio que quizás otros ni notarían, pero que para mí era un
toque de luz e inspiración, tan ridículamente hermoso. Hasta el día que, de
tanto mirarlo, le noté los defectillos, los que siempre estuvieron ahí pero que
deliberadamente ignoré enfocándome en otra parte, ¿para qué fijarse en los
detalles? Enfocarme en el todo era lo mejor. Pero los defectos al principio
casi imperceptibles se magnificaron; claro que así fue, siempre es así; hasta
que se descarapeló, se le cayeron pedacitos y se hizo abominable a la vista mi
papel tapiz que tanto iluminó el estudio. Y así pasó con Paco y su piel lechosa.
¿En qué endemoniado momento pensé que eso era atractivo? ¿Y sus dientes
separados? La forma en que se ajusta los anteojos con el dedo índice, ¡uf!
Realmente también Paco se descarapeló y mirarlo me resulta insoportable.
Dejó
las notas sobre su escritorio, salió del estudio decorado con ese horrible
papel tapiz de flores escandalosas y se sentó en el sillón de piel donde vino a
acompañarla Félix, su gato. Lo acarició y lo miró con lástima pensando que él
sí que quería mucho a Paco. «Una de las razones para no tomarme la molestia de
dejarlo, supongo», pensó en voz alta y se quedó ponderando por qué dejarlo
sería como arrancar el papel tapiz: un inconveniente. En primer lugar, pensó,
no iba a alcanzar el dinero; la vida como escritora no le había traído aún el
éxito, y Paco con su trabajo de oficinista era quien pagaba la renta, la comida
y sus sueños de ser una autora reconocida. En segundo lugar, ¡cuánto trabajo! Mudarse
con todas sus cosas, ¿en dónde las iba a poner? Y además, pensó, resignada,
arrancar algo así, que está tan arraigado, seguro no es trabajo fácil; capaz
que hasta se me rompen las uñas. Pues no, concluyó, habrá que dejarlo ahí,
quizás un día se pudra y se caiga solo, y yo, tranquila: sin astillas en las
uñas.
Paco
llegó y besó a Zoila como todas las tardes, a las 5:30 en punto. «¿Cómo estás,
mi reina? ¿Te vinieron a visitar las musas hoy?», preguntó, con la ternura
natural que le surgía al hablar.
—¿Otra vez me estas recriminando, Paco? ¡Déjame en paz! Ser escritora no es
como ser un mediocre funcionario. Lo que yo hago requiere de todo mi ser y no
de seguir una rutina todos los días.
—No te molestes, amor; ya sabes que sólo te
pregunto porque me gusta mucho escuchar tus ideas y cómo les das vida.
—Pues gracias por preguntar; ya me jodiste la
tarde.
—Mmm, ¿se arreglará todo si pedimos comida
china?
—Ándale, gástate el poco sueldo que tienes en
comida china en vez de comprar cosas importantes, como un nuevo papel tapiz;
mira que ese es una porquería; está podrido. Igual que mi vida.
—Bueno, no pedimos comida china, ahora hago
algo.
La
tarde terminó con Zoila bufando y atormentada por el dolor de cabeza causado
por no usar sus lentes de aumento, pero ella se lo atribuyó a Paco y a no poder
dejarlo, y pensó de nuevo: «Yo creo que ya no lo quiero», y se quedó dormida,
sollozando.
A
media noche se levantó a beber agua; las lágrimas deshidratan. Entró al cuarto
de baño, se miró en el espejo y pensó que no merecía sufrir así, porque de todos
modos «Yo creo que ya no lo quiero», se repitió.
Al
volver a la cama vio a otra mujer en su lugar, el lado izquierdo, y sintió un
inesperado ataque de celos. Era otra, pero era la misma; ella misma; se
reconoció en su camisón de floreado de seda, con los rizos alborotados, dormida
plácidamente al lado de Paco, que hasta dormido sonreía con sus cachetes
rosados de salud. Intentó acercarse para sacar a la intrusa conocida, pero
sintió los pies pesados, como si fueran de metal y estuvieran pegados a un gran
imán. Se sintió impotente por no poder llegar a jalarle los pelos alborotados a
esa cualquiera acostada junto a Paco. Quiso gritar, pero aunque abría la boca y
sentía que gritaba, no emitía sonido; quería hacer movimientos frenéticos, pero
no se movía ni un centímetro; luego miró a la otra Zoila abrir los ojos,
mirarla traviesa y reírse en silencio de ella; la otra le hizo un guiño y se
dio la vuelta para abrazar a Paco como no lo había abrazado en mucho tiempo:
sus brazos largos abarcaron su barriga redonda; y él respondió volteándose
hacia a ella para acariciar su pelo y la besó con esa ternura tan única de él.
Zoila se quedó mirando aún incapaz de moverse;
sintió lágrimas gruesas rodar por su cara y concluyó, «Yo creo que sí lo quiero».
Yesmith Sánchez
3 de Septiembre de 2016
Helsinki
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